Bonobo es una forma de ser, el bailoteo sonrisón de la vida en circunstancia. Bonobo también es pan paniscus, el primate más cercano al hombre según lo entiende la ciencia; esto es, genética y categoría.
Si nos ceñimos a esto pronunciaremos con soltura y brava voz que el bonobo, recientemente descubierto por el lente humano, ignorado, inimaginado, comparte muchas más cosas en común con nosotros que el anterior candidato a la ascendencia, el chimpancé común, simplonamente pan troglodytes. A saber: primeramente denominado chimpancé pigmeo, el bonobo es un simio juguetón, de largas piernas y orejas cortas, y que comparte el 99,8% del genoma humano.
Si a esto le sumamos una relación social basada en el entendimiento a toda prueba, camaradería y carcajadas a granel, es que entonces el bonobo ya está aquí, rasga nuestras vestiduras, y nos invita a escondrijarnos, a olvidarnos a la deliciosa lejanía, al calor voluptuoso y carnavalesco del Zaire, allá donde en África sólo se sabe gozar.
La sociedad bonobo es, por supuesto, matriarcal. A diferencia del chimpancé, no conoce la verticalidad, ni la jerarquía, ni el desenvolvimiento a golpes. Vadea ríos e incluso canturrea, si le viene en gana. Niños y adultos se codean no ya por lo bajo, sino al descaro mismo y compartiendo constantemente alimentos y aventuras; las chiquillas en flor suspiran encantos, y aquellos jóvenes mozos las observan con ojos que no adivinan más que el enamorarse.
Todo nace y florece en África. La vida es dulce, y corre de la mano del primate que te abraza a medio camino de encontrar los frutos mágicos y beber del jugo que hace transpirar la tierra. Nunca supieron de la guerra de los chimpancés –siempre tan en busca de aquello que sólo consigue irritarles–; nunca supieron de los hombrecitos tímidos enviando maquinarias a robar energía allá donde habrá que asesinarlos para conseguirlo.
La paz no es, por fin, aquella fúnebre y grisácea estación inmóvil entre dos guerras. La paz es un estado de conciencia, y el bonobo lo sabe. Y, como ha de ser, pues, se relame ante ella.
Así como se asemejan, así también son uno y el otro. El chimpancé asustado berrea y se sacude en violencia si es que la casualidad amordazada se le aparece en sustento y comida –bien podría ser carroña–: “nadie se me acerque, han oído ya esto es mío, tú no querrás probar mi furia”. El bonobo, por el contrario, encuentra regalos bajo las piedras y entonces, henchido e ilimitadamente feliz, corre a buscar camarada a que se repartan juntos la dulzona picardía de los frutos prohibidos del paraíso africano. Se rumorea que es entonces cuando estos amiguetes revoltosos harán estallar la magia y será también entonces cuando sabremos su secreto:
Pues el sexo.
Nada más sencillo. No es un secreto para nadie que el sexo es la actividad predilecta del ser humano. Embellece y nutre la carne, arranca suspiros allí por donde se practique, y además es saludable en cuanto las sonrisas que despierta desintegran y anulan cualquier vestigio de depresión urbana-productiva amparadora del cáncer del progreso.
Tanto el humano como el bonobo son los únicos mamíferos etiquetados ya con el celo permanente, y es entonces que, si bien los seres humanos intentamos a toda costa convencernos de que hay instancias y lugares determinados para el específico acto y entendemos la sexualidad como un capítulo sellado y estéril dentro del estándar del acto sexual y sus sucedáneos, el bonobo, que no entiende de matemáticas y que sinceramente tiene mejores cosas en qué pensar, se entrega al mandato incuestionable del deseo y la coquetería como reales y primarias relaciones sociales.
A toda hora, a cada circunstancia, es posible embobarse en el espectáculo amoroso que ejecuta el bonobo desde que el cuerpo vitorea caricias.
Lo hace todo: masturbación, penetración, contacto oral, orgía. Los machos intercambian alimentos sellando pactos de amistad mediante la frotación de sus genitales; las hembras se entrelazan entre el verdor del trópico estableciendo relaciones horizontales de hermandad y simpatía. Contrastando con el chimpancé, que irradia agresividad y abandona sus frustraciones sexuales en esporádicas uniones de verdadera dominación, el bonobo se abraza y vive en comunidades pacíficas donde no hay cabida al egoísmo ni a la guerra.
Se aman. Constantemente.
Y hay más. Sólo la hembra humana y la bonobo –recordemos que somos parientes entrañablemente cercanos– tienen la vagina adelante. Los demás mamíferos del reino animal (bonita etiqueta, ¿eh?), al tener las hembras la vagina situada al reverso, copulan como todos sabemos lo hacen los perros. Incluido el chimpancé.
El bonobo, en cambio, además de adoptar todas las posturas sexuales imaginables, lo hace cara a cara. Y, como diría Susan Block, estudiosa de un _____ de bonobos en cautiverio desde hace ya ______, cuando se aman así son “como practicantes de sexo tántrico, o como dos personas profundamente enamoradas”. Y como tales, se miran directamente a los ojos y se besan lánguidos y acaramelados.
Los bonobos son extremadamente agradables. Cuando no están acariciándose o compartiendo alimentos se dedican al ocio, a la contemplación y al juego. Poseen un lenguaje único y complejo que la ciencia humana ha categorizado como “capaz de reconocer más de 400 pictogramas”.
Como no temen al agua, no delimitan territorios ni por supuesto deben matarse para conservarlos intactos. Son nómadas y aventureros. Así como los enfurruñados chimpancés protagonizaron desde 1930 una extraña guerra en la cual las diversas tribus se cazaban la una a la otra, los bonobos en ocasiones se reúnen por centenares con tribus repletas de desconocidos para aullarle a la luna y desdibujar las tensiones con espontáneas y dulces sesiones de amor colectivo. El chimpancé es caníbal y brutal. El bonobo es vegetariano, e irremediablemente pacífico.
Por supuesto que la naturaleza es sabia. La superpoblación parece ser un problema, pero realmente no lo es. Sólo el ser humano concentra enfermizamente la vida en campos de trabajos forzados, expandiéndose así como plaga, y adoctrinando a las demás especies subordinadas a la hiperproducción y a la superpoblación. Así es como se extienden las plagas de palomas, ratas, perros, conejos e incluso castores tan sólo en territorio chileno, eso sin mencionar que los mismos humanos se reproducen a un ritmo vertiginosamente dañino para la biodiversidad.
En el estado salvaje existe una extraña compensación. A pesar de que los bonobos se menean en un ritmo sexual que supera diez veces la actividad ídem del chimpancé, y casi mil la del gorila, su reproducción es armoniosa, y por supuesto no se desbordan de los mapas. Es común que una hembra adulta dé a luz a una criatura cada cuatro años, aproximadamente; esto sin contar abstinencia, ni recato, ni interrupción coital, ni el empleo de maravillas tecnológicas como el suministro de drogas hormonales para controlar sus ciclos reproductivos o el tener que enfundarse incómodamente un armazón de látex en el miembro viril para intentar detener el incesante fluir de la vida.
Simplemente se enroscan y se enredan, desterrando cualquier tentativa de agresión, y sustituyendo la competitividad por el esparcimiento y el compañerismo. Todo esto sin dejar de hacer el amor a cada sonrisa de la tarde. Es probable que el ser humano se halle confundido. Tantos y tantos años intentando conquistar galaxias lejanas y apoderarse de aquellas baratijas diarias que de tanto encandilarle le han hecho creer son el Oro, debiendo hacerse cómplice de multitud de inescrupulosos y vergonzosos medios para lograr tan siniestros fines, le deben de haber nublado un poco el seso. Tan animal como el bonobo, parece haber olvidado aquellos nexos cálidos que reconocen la fertilidad como una circunstancia amiga y amparadora de la armoniosa distribución natural de la vida, donde cada pétalo, cada flor, y cada insecto que la poliniza y le hace gozar –pues esto también es hacer el amor– se interrelacionan y no hay cabida al desorden reproductivo, ni a la escasez, ni al aborto.
Parece haber desestimado y ninguneado una sabiduría ancestral que, puesto como les gusta oírlo, está en los genes, y sistemáticamente se ha ido hundiendo en una larga y tediosa pataleta chimpancesca que indudablemente le ha arrojado a pretender que la única y eficaz manera de controlar su natalidad es a través de la moralización y censura de la sexualidad latente, demonizando el encuentro afectivo condicionado por sus consecuencias venéreas, enfermas, y generadoras de vida no deseada, siendo que la “sociedad” bonobo demuestra como se quiera que la gestación y el brote, la conservación de la especie, está en el ejercicio sano y limpio de la sexualidad plena.
Sea como fuere, el bonobo es rey. Y la vida le seguirá sonriendo y dándole el visto bueno a su estilo de vivirle, si es que la gula imaginaria del humano no acaba de exterminarle del carnaval del Congo (lamentablemente se le considera en peligro de extinción, puesto que se paga suculentas sumas por su carne, considerada un manjar para paladares exóticos. Actualmente se estima que bailotean alrededor de 10.000 bonobos en estado salvaje, más unos cuantos miles más en cautiverio).
El bonobo, pacífico, coqueto, juguetón y enamorado, es un ejemplo para la humanidad.
Habrá que abrirse paso entre la foresta para contemplarlo en su gloria. Parece haber vencido una batalla que hoy muchos sueñan con empezar a pelearla. No chillará ni enseñará los dientes cuando nos descubra observarle boquiabiertos; es probable que nos invite a desmantelar el estrés y a seducir el encanto de la sonrisa femenina y machota.
Hoy por hoy, humanos y chimpancés se desencajan los sesos buscando la manera de encontrar la maña para hacer cada vez armas más grandes y poderosas. Y el bonobo tiene el pene bastante más largo que el humano y las pretensiones de sus pistolas y su guerra.