domingo, 21 de marzo de 2010

La ecuación del amor


Hay que darle la vuelta al cuento que no cesan de contar:
No son príncipes azules los que nos pueden salvar,
sino el dragón de la cueva que vive en cautividad.

Extraído de El asalto al Hades,
de Casilda Rodrigáñez,
donde también figura como epígrafe.



La educación sentimental de lxs señoritxs, remitida a sus variantes más lúdicas y colorinches (esto es, la literatura infantil clásica), se aparece plagada de dictámenes morales y sentencias que configuran entendimientos amorosos y de mundo que en su mayoría perpetúan y reproducen el modelo de familia nuclear monógama y las relaciones de propiedad entre amantes. No sólo a Caperucita se le prohíbe conocer el bosque (donde merodea el Lobo Feroz, en lo oscurito) y se le traza un camino de virtud ineludible, sino que el apartarse de la “buena senda” representa, en este imaginario sentimental, el extravío en un sinnúmero de calamidades e infortunios que pudieran apartar a Caperucita de la que pareciera ser la meta de las chicas de cuentos: el contraer matrimonio con algún príncipe alucinado.

En la desaparecida cultura Selk’nam, en la Patagonia, el Patriarcado fue instaurado violenta y brutalmente (como de costumbre): los machos recién llegados al poder asesinaron a las mujeres promiscuas (es un decir para “libres”) y condenaron a las niñas a las labores domésticas y al servicio del hombre. Había llegado la Ley del Padre. A las niñas se les contó que en el bosque habitaban los Yosi, niños-bestias cubiertos completamente de pelo, armados de un enorme falo, que harían de ellas sus bajas delicias, y que se supone serían los hijos de las madres asesinadas que huyeron de la tragedia. Moraleja: no vayas al bosque. No vayas al bosque, que está el lobo, que está el Yosi, que porai anda el Trauco.

En el contexto narrativo medieval, una princesa sólo sale del palacio de su celoso padre para entrar en el de su celoso marido. Bueno, a veces también ocurre que el dragón las rapta. El papel de las chicas, en estos casos, consiste en nada más que esperar. Esperar a que llegue el macho –quien sí que sale y sí que juerguea y sí que tiene aventuras– a salvarles de la bestia lujuriosa, para desposarla y depositarla suavemente en su palacio personal, donde ha de quedarse a criar sus niñxs mientras el guapo continúa sus andanzas. A esta parte de la historia se le llama “y vivieron felices para siempre”. En el contexto invariablemente menos glamoroso de hace unas cuantas décadas, las mujeres paraban la olla haciendo malabares, pariendo unx tras otrx, esperando a que el marido llegara borracho a golpearlas y a embarazarles nuevamente a la fuerza. En ambos casos la historia es la misma: la ecuación del amor clásica –la niña bien y el vagabundo– se aparece violenta y hasta maldita, sentencia de un modelo relacional perpetuado desde la más tierna infancia.

Esto porque no se considera que más allá de los bonitos bordes de la ley, la relación en realidad es un triángulo amoroso (aún cuando los horizontes amorosos que plantea el dragón van más allá i mucho más allá de las jaulas relacionales del amor). El dragón, el lobo, el niño-bestia y el enano-sátiro también pretenden a la doncella, alumbrando un desconocido y sinuoso camino. De hecho, la historia de Caperucita es inconfundiblemente erótica. Si el lobo hubiese querido, se la hubiese zampado allí mismo donde la encontró. Por algo la llevó a la cama. El dragón y la serpiente, lúbricas bestias de Caos, representaron la sexualidad libre de la mujer y las fuerzas desatadas de la Naturaleza por miles de años antes de la irrupción de la Ley del Padre y aún hoy despiertan sospechas pacatas y aparecen malditxs a los pies de María la siempre virgen. El reconocer nuestra naturaleza amante y golosa, más allá y mucho más allá del molde de relaciones patriarcal, acercará nuestros corazones ingobernables a los desconocidos bosques de lo oscurito, y abriremos la ecuación del amor a la infinita multiplicidad de horizontes amatorios que nos espera con la sonrisa y la lengua abierta.




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